En mayo de 2013, frente a las costas de Nigeria, ocurrió un hecho que parecía imposible. El remolcador Jacson-4 se hundió rápidamente, llevándose con él a casi toda su tripulación.
En el fondo del mar, a 30 metros de profundidad, atrapado entre el hierro retorcido del casco, un hombre seguía con vida. Se llamaba Harrison Okene, cocinero del barco. En el momento del naufragio estaba en el baño, y cuando intentó escapar ya era demasiado tarde: el agua lo había encerrado en una trampa mortal.
Contra toda probabilidad, una pequeña burbuja de aire se formó en medio del desastre. Allí, en un espacio de apenas cuatro metros cuadrados, Harrison permaneció tres días en completa oscuridad, sin comida, sin agua potable, oyendo cómo el mar reclamaba a sus compañeros.
Cuando ya había perdido la esperanza, escuchó golpes en el casco. Eran buzos de rescate. Al entrar, lo encontraron de pie, con los ojos muy abiertos, incapaz de creer que todavía respiraba. Parecía un milagro.
Fue trasladado a una cámara de descompresión y sobrevivió para contar la historia. Todos los demás a bordo habían muerto. Él, gracias a una mezcla de azar y resistencia, se convirtió en el único sobreviviente.
Desde entonces, Harrison no volvió a hacerse a la mar. Su experiencia no solo fue una lección de supervivencia, sino también un recordatorio de que la vida, incluso en las profundidades más oscuras, a veces se aferra con una fuerza inesperada.