Joana Barraza, conocida en todo México como “La Mataviejitas”, no nació siendo un monstruo. Fue moldeada —pedazo a pedazo, dolor tras dolor— por una infancia tan trágica que la convirtió en alguien que nunca debió llegar a ser.
Desde muy pequeña, sufrió una crueldad inimaginable.
A los doce años, su propia madre la vendió a un hombre a cambio de tres botellas de cerveza. Lo que siguió fueron años de abuso —años que solo terminaron cuando su padrastro intervino y la encontró a los diecisiete.
Pero para entonces, el daño ya estaba marcado profundamente dentro de ella.
Estas experiencias traumáticas dejaron en Joana cicatrices emocionales que jamás sanaron.
Creció dividida entre un ardiente deseo de venganza y una incapacidad total de expresar su dolor de manera saludable. Ese conflicto interno la empujó poco a poco hacia la oscuridad que más tarde la definiría.
Y entonces, a inicios de 2003, comenzó la pesadilla.
Joana inició una serie de asesinatos escalofriantes —cada víctima, una mujer de edad avanzada.
Entraba en sus hogares bajo pretextos inofensivos, incluso amables: ofreciendo ayuda para cargar las compras o haciéndose pasar por trabajadora del gobierno que brindaba servicios de salud. Una vez dentro, utilizaba cualquier objeto simple que encontraba —un calcetín, el cable de un teléfono— para estrangular a sus víctimas sin piedad.
Finalmente, la ley la alcanzó.
Fue sentenciada a 759 años de prisión tras ser declarada culpable del asesinato de 16 mujeres mayores. Sin embargo, las autoridades creen que el número real de víctimas podría llegar a 49.
La historia de Joana Barraza es un ejemplo trágico de cómo una infancia llena de dolor y crueldad puede deformar una vida humana hasta convertirla en algo horroroso, y de cómo el trauma psicológico temprano puede moldear a una asesina de maneras tan aterradoras como inesperadas.