En apariencia, Tian Mingjian lo tenía todo: un uniforme condecorado, una esposa, una hija y un futuro prometedor dentro del Ejército Popular de Liberación de China. Pero bajo esa fachada había una herida imposible de ocultar: él y su esposa deseaban ampliar la familia, un deseo simple, humano… que la política del hijo único había convertido en un crimen.
Cuando el embarazo de siete meses fue descubierto, la maquinaria del Estado se impuso con toda su frialdad. Un oficial de “control de natalidad” obligó a la mujer a un aborto forzado. En el quirófano no solo murió el hijo no nacido: también murió ella. Tian lo perdió todo en un instante. Y con ello, perdió también el freno de la cordura.
Unos días después, entró armado en su base militar. Disparó primero contra el oficial que había denunciado a su esposa. Luego, contra otros compañeros. Dejó atrás una estela de muertos y heridos, y después salió de la base. Su furia se extendió a las calles de Pekín, contra oficiales y civiles por igual. El caos se apoderó de la ciudad.
Cuando por fin un francotirador lo abatió con un tiro en la cabeza, 29 personas habían muerto y más de 200 estaban heridas, según las cifras oficiales.
La historia de Tian no es un relato de justicia, sino de tragedia. Un hombre convertido en asesino, pero antes, un marido destrozado por la pérdida más brutal: la de su esposa y su hijo, arrancados por el poder del Estado.
En su furia queda la pregunta amarga: ¿qué hubiera ocurrido si aquel embarazo jamás hubiera sido interrumpido? Tal vez nunca lo sabremos. Lo cierto es que aquel día de 1994, Pekín fue testigo de cómo la desesperación de un hombre puede convertirse en masacre.