En el árido desierto de Gibson, Australia, hasta la década de 1980, vivió una familia completamente apartada de la modernidad.
Conocidos como Los Nueve Pintupi, sobrevivían en un paisaje de arena, calor y silencio. Su vida era nómada: cazaban lagartos goanna y conejos salvajes, recolectaban raíces y frutos, y se desplazaban entre abrevaderos siguiendo las señales de la naturaleza. Nunca habían visto una carretera, una nevera o una bombilla.
Su historia cambió en 1984, cuando fueron avistados cerca del asentamiento aborigen de Kiwirrkurra. Los medios los bautizaron como “la tribu perdida”, aunque en realidad no habían estado perdidos: habían sido separados de sus parientes décadas antes, víctimas de las políticas de reasentamiento forzoso del gobierno australiano.
El encuentro con el mundo moderno fue un choque brutal. El agua corriente, los alimentos envasados y las viviendas parecían extraños e innecesarios. Sin embargo, algunos de ellos transformaron esa experiencia en arte. Los hermanos Warlimpirrnga, Walala y Thomas Tjapaltjarri se convirtieron en pintores reconocidos a nivel mundial, al igual que sus hermanas Yalti, Yikultji y Takariya, quienes encontraron en los lienzos un medio para preservar y transmitir su cosmovisión.
La historia de los Nueve Pintupi no es la de una desaparición, sino la de una resistencia cultural. De ser nómadas invisibles pasaron a convertirse en protagonistas del arte contemporáneo, recordándole al mundo que la identidad no se pierde: se adapta, se transforma y sobrevive al paso del tiempo.