En 1964, Bryan Robson, un joven británico de 19 años que vivía en Australia, tuvo una idea tan desesperada como peligrosa: si no podía pagar un boleto de avión para volver al Reino Unido… se enviaría a sí mismo en una caja.
Junto a dos amigos, construyó una caja de madera apenas lo suficientemente grande como para caber agachado. Dentro llevó una almohada, una maleta pequeña, una linterna y un contenedor de agua. El plan parecía sencillo: abordar un vuelo de Qantas, llegar a Londres en 36 horas y aparecer del otro lado del mundo sin haber gastado un solo centavo.
Pero todo salió mal.
En lugar de ser enviada a Londres, la caja fue redireccionada a Los Ángeles. Allí, quedó olvidada en un almacén de carga. Durante más de cinco días, Bryan permaneció encerrado en un espacio sin suficiente oxígeno, sin comida, sin agua. Sufrió hipotermia. Se debilitó. El silencio era insoportable. La oscuridad, absoluta.
Hasta que, finalmente, un trabajador notó que la caja se movía.
Cuando la abrieron, encontraron a Bryan deshidratado, temblando, apenas consciente. Las autoridades lo interrogaron, pero en vez de castigarlo, le dieron una advertencia: no lo vuelvas a hacer. La historia, ya viral incluso en los años 60, conmovió a la aerolínea Qantas, que terminó regalándole un boleto legítimo de regreso a casa.
Bryan Robson sobrevivió. Contra todo pronóstico.
Años después, escribió su historia en un libro titulado The Crate Escape. Su aventura, insólita y casi trágica, sigue recordándonos que los atajos extremos rara vez llevan a buen puerto.