Desde El Fuerte Sinaloa, noviembre 22, 2025

Salvar una vida o tener un record.-

En la madrugada helada de mayo de 2012, a casi nueve mil metros de altura, donde el aire se vuelve una idea y no una certeza, un joven alpinista israelí estaba a punto de convertirse en leyenda.-

 

Nadav Ben Yehuda, de apenas 24 años, ascendía por la arista final del Everest. Le faltaban 300 metros para tocar el punto más alto del planeta.

Trescientos metros para entrar en los libros.

Tres cientos metros para cumplir un sueño que había perseguido durante años.
Y entonces lo vio.
Primero, los cuerpos de dos alpinistas que habían muerto días antes, suspendidos de la misma cuerda por la que él avanzaba. Luego, un segundo golpe: un bulto inmóvil en la nieve. Un hombre sin guantes, sin máscara de oxígeno, temblando al borde de la muerte.
Era Aydin Irmak, un escalador turco que Nadav había conocido en el campamento base.
Un rostro que ya no debería estar allí arriba.
Un hombre que otros habían ignorado en su carrera hacia la gloria.
En ese instante, la montaña se convirtió en un espejo.
Los récords, la fama, la cima.
O la vida de alguien más.
Nadav escogió.
Y eligió lo humano.
Descolgó su mochila, se quitó los guantes, y cargó a Aydin sobre sus hombros. Durante nueve horas, descendió la montaña más despiadada del mundo con un hombre inconsciente a cuestas. Su máscara de oxígeno se rompió. Sus dedos comenzaron a congelarse.
El dolor era insoportable; el miedo, aún más.
Y todavía hubo más: en el camino encontró a un alpinista malasio al borde de la muerte. Detenerse era firmar su propia sentencia, pero también lo hizo. Consiguió oxígeno de otros escaladores.
Y continuó bajando.
Cuando al fin llegaron al campamento, la montaña había cambiado para siempre su significado. No era un trofeo. No era una cima. Era el lugar donde un hombre eligió ser humano antes que héroe.
Nadav salvó dos vidas.
Y al hacerlo, perdió la cima pero ganó algo más grande: el respeto del mundo entero.
Y algo aún más valioso: la paz de poder mirarse al espejo sin bajar la mirada.
Israel le otorgó la Medalla Presidencial, su mayor honor civil.
Pero su verdadera recompensa está en otra parte: en saber que, allí donde casi todos siguen subiendo, él decidió detenerse.
En una época obsesionada con la gloria, un joven de 24 años nos recordó una verdad sencilla:
no hay cima más alta que salvar una vida humana.