En 1520, un puñado de barcos españoles zarpó desde Cuba rumbo a las costas de México. No traían solo armas ni soldados: cargaban con una amenaza invisible.
Entre los pasajeros viajaba un esclavo africano que, sin saberlo, llevaba consigo la viruela. Al enfermar poco después de desembarcar, fue acogido en el pueblo de Cempoala… y con él entró la epidemia que marcaría el destino de todo un continente.
Los rituales, las abluciones frías y las compresas de betún que usaron los habitantes fueron inútiles. La enfermedad avanzó sin freno. Un cronista azteca dejó testimonio:
«Las pústulas nos cubrían el cuerpo, desde la cara hasta el vientre. No podíamos movernos, yacíamos como muertos, incapaces incluso de darnos la vuelta. Moríamos no solo de enfermedad, sino también de hambre, porque ya nadie podía ayudar a los demás».
En cuestión de meses, México perdió casi la mitad de su población: de veintidós millones quedaron catorce. No fue una batalla, ni un choque de espadas, sino un virus desconocido lo que abrió la grieta más grande en la historia del mundo indígena.
Un solo hombre, que nunca eligió su viaje, se convirtió sin saberlo en portador de una catástrofe. Y así, el destino de un continente cambió para siempre.